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La ronda de medianoche

El reloj del fin del mundo vuelve a rondar la medianoche. La diferencia con los hechos ocurridos hace casi tres décadas y media, en 1985, es que, ahora, los héroes tienen miedo. O quizás sea más justo decir que, en 2019, los enmascarados de Watchmen muestran inseguridades, temblores, vulnerabilidad. En definitiva, el mismo miedo que, seguro, ya tuvieron los minutemen originales y los sucesores. El que tenemos todos. Así lo reconoce, en su intervención final, William Reeves. Lo que sentía cuando se ponía la capucha “era miedo, dolor”, no la rabia que presupone su nieta Angela Abar cuando le pregunta sobre su mascarada.

La icónica fotografía de Tyler Shields, que intercambia los papeles del verdugo y la víctima.
La gota de sangre sobre la placa del sheriff remite directamente al ‘smiley’ característico del Comediante.
La puesta en escena del Séptimo de Caballería, un grupo supremacista blanco que utiliza las máscaras de Rorscharch. Otro guiño a las viñetas originales.

Poco a poco, el universo del Watchmen de Lindelof, que nunca deja de aproximarse al original de Moore, Gibbons y Higgins, se desprende de la versión madre para adquirir entidad propia y sentar sus propias cátedras. Nuevamente, los temas centrales de la obra lindelofiana vuelven a ser el miedo, las heridas, las cicatrices, el dolor heredado y su capacidad de subyugar al que lo sufre, la pérdida y la muerte. Un compendio de todo lo que hemos podido ver en Perdidos y The Leftovers, a lo que el creador vuelve una y otra vez, desde diferentes perspectivas, también en Watchmen. Y sin embargo, a la vez, la nueva teleficción creada por Damon Lindelof se desprende de todas las anteriores para cobrar sentido por sí misma y en consonancia con ellas.

Como leíamos, en esta nueva aproximación al universo de Moore, Higgins y Gibbons, cobra una relevancia mayor la faceta racial. Aunque al final podemos leerla como un vehículo para dar rienda suelta a las obsesiones de su valedor, la temática de la raza es brillante y ayuda a comprender mejor la idiosincrasia de los personajes en un mundo en el que, tanto antiguamente como hoy, el diferente es asesinado. Por eso, quizás, cobre una especial importancia el giro argumental a la narrativa clásica de los superhéroes –generalmente hombres blancos ricos y poderosos que luchan contra el caos para mantener sus privilegios– que se ofrece en el episodio 1x06. This Extraordinary Being nos lanza hacia el pasado gracias a la ingesta masiva que hace Abar de la Nostalgia (una pastilla que acumula los recuerdos del pasado del portador) de su abuelo. En ese momento, la puesta en escena se abraza a un elegantísimo juego de blanco y negro salpicado de color en algunas secuencias para trazar la fragmentada memoria de William Reeves, un hombre que pasó de fiarse de la ley a creer en la justicia. Un agente de la ley que comprendió que su idiosincrasia iba a ser un problema y se convirtió en Justicia Encapuchada, el primer justiciero enmascarado y el que daría pie a los minutemen, precursores de los watchmen del cómic y los actuales, para restituir todo el daño que había sufrido desde que era un niño negro huérfano a manos del Ku Klux Klan. Un justiciero que, sin embargo, tenía que blanquearse las facciones bajo la máscara porque, como dice Laurie Blake (¡qué interpretación de Jean Smart!) en una apabullante reflexión que podría perpetuarse hasta la actualidad: “un blanco con una máscara es un héroe, pero un negro con máscara… da miedo”. Más tarde, Reeves, en lo que parece una posible respuesta no intencionada, completa que, “a veces, las máscaras salvan vidas”. Así ocurrió con la suya, sin ir más lejos.

‘This Extraordinary Being’ se centra en la historia de Justicia Encapuchada a través de una puesta en escena apabullante.

El capítulo 1x06 no es, en cambio, el único en el que la puesta en escena de Watchmen brilla y alcanza el cenit por sí sola. La obra de Lindelof alberga varias secuencias en las que la forma se adhiere al relato para amplificar sus significados. Es el caso del episodio 1x08, A God Walks into Abar (atención al magnífico título), en el que Dr. Manhattan tiene su primer encuentro con Angela Abar en un pub de Saigón. Durante la hora de metraje, la narrativa está absolutamente fracturada (cortes al pasado, al futuro, retornos al presente). Nicole Kassell, directora al frente del episodio, cuenta la historia de amor entre el Doctor Manhattan y la protagonista (que se nos revela al final del episodio anterior) y, para ello, se adhiere a la forma de contarla del propio Manhattan, con sus constantes disrupciones temporales, vueltas al pasado o anticipaciones al futuro. Y ese juego de tiempos y temporalidades engrana a la perfección con el juego de seducción entre los personajes en su primera cita (además de entregarnos, por si fuera poco, algunas de las claves que tendremos que tener en cuenta en el desenlace de la serie). Este 1x08 nos habla de la lucidez y la compenetración de un equipo que consigue que el capítulo con una narración más compleja sea uno de los que poseen una arquitectura, un texto y un interlineado más meridianos y transparentes. Más allá de la puesta en escena visual, Watchmen también funciona como un elogio a la eficiencia de la banda sonora. Desde la música, con canciones que hablan de aquello que atraviesan cada uno de los personajes (el Careless Whisper de George Michael que acompaña la historia trágica de Looking Glass, el Mr. Blue de los Fleetwoods que suena cuando hablamos del Dr. Manhattan o el Life on Mars? de Bowie, cuyos acordes ponen voz al impacto de descubrir que Cal, el marido de Angela, no es otro que el mismo Dr. Manhattan, e incluso la Lacrimosa de Mozart que acompaña cada paso de Adrian Veidt), hasta la misma pista de sonido, con momentos en los que un sonido vale más que mil palabras e imágenes y ayudan a definir el carácter de los protagonistas (la ventosidad que Ozymandias utiliza como alegato de defensa durante su juicio, y que ofrece una sentencia lapidaria sobre lo que opina el personaje respecto a la justicia o no de sus actos).

El primer encuentro entre Dr. Manhattan y Angela Abar es la columna vertebral del episodio 1x08: ‘A God Walks into Abar’.

En conclusión, Watchmen supone un acercamiento humanista y profundamente intimista a los superhéroes. Las creaciones de Lindelof permanecen mucho más cerca del “solo sé que no sé nada” de Sócrates que del superhombre nietzscheano. Mucho más cerca de la incertidumbre y el vacío que del cielo. Los héroes enmascarados de Watchmen conviven más próximos a la terrenalidad que a la gloria del Olimpo; en el universo pergeñado por Lindelof hasta los dioses lloran su miedo a morir en soledad. Hasta los villanos necesitan de algo tan “humano” como el reconocimiento de sus iguales, como demuestra Lady Trieu cuando se revela como el genio maligno que maneja los hilos del supremacismo en su favor para adquirir los poderes del Dr. Manhattan a través de su Reloj del Milenio (que apunta de nuevo a la medianoche). En el 2019 en el que viven Angela Abar, Looking Glass y en el que aún sobreviven la Miss Júpiter del original, el arrogante Adrian Veidt –ahora encerrado en un Júpiter que se antoja como una prisión mental, extensión lynchiana de su presunta consciencia–, o el semidiós azulado, bajo la piel del marido de Angela, los héroes llevan máscaras no para ocultar su identidad, sino para no desnudar sus temores. Para comprender, al final de todo, cuando la muerte se abre paso y el mundo parece en la frontera de otro cambio definitivo, las palabras con las que Will Reeves abrocha la teleficción en un epílogo perfecto que ayuda a su nieta Angela a ser resiliente con la gestión de su dolor: “no puedes curarte bajo una máscara. Las heridas hay que airearlas”.

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